Ricardo Valenzuela
Ante la víspera del primer informe de gobierno de un presidente ilegal y totalmente sin dignidad, he querido contar una historia que es el contraste de esta fiesta de política que solo da vergüenza.
Al inicio del año de 1928, Gilberto Valenzuela, embajador de México ante el Imperio Británico, en su oficina en Londres se debatía ante la encrucijada que le había provocado el Gral. Álvaro Obregón cuando, desde Sonora, le hiciera llegar una carta comunicándole su intención de, una vez más, contender por la presidencia de México y le ofrecía de nuevo ocupar la Secretaría de Gobernación. El Gral. Obregón era su entrañable amigo, había sido su padrino de bodas y, en su administración iniciada en 1920, había ya sido su Secretario de Gobernación a sus escasos 29 años. Un hombre que él había admirado desde su primer encuentro en Guadalajara en 1914, siendo él estudiante, cuando Obregón llegaba después de uno de sus encuentros derrotando a Pancho Villa.
Sin embargo, la tormenta mental y emocional en la mente de don Gilberto, era lo que ya le había expuesto a Obregón cuando respondiera a su primera misiva. Y es que don Gilberto, siendo un apóstol del derecho y de la legalidad, le había respondido que una posible reelección iría en contra de los principios básicos de la revolución de sufragio efectivo y no reelección, que, con su levantamiento y sus razones en el Plan de Agua Prieta, se habían solidificado y lo habían llevado a la presidencia siempre bajo el respeto de la ley. El Gral. le respondía que, de no hacerlo, Calles se adueñaría del país emergiendo otra dictadura. Esa era su gran encrucijada. Pero, el conocía bien a Calles, también sonorense, con el que había mantenido una relación odio-amor desde que ambos vivían en Sonora. Veía la amenaza.
Sin embargo, el 17 de Julio de ese mismo año, al llegar a su oficina después de un día en la playa, se encontraba con un cable en el cual le informaban del asesinato de su padrino, el Gral Obregón. Meses antes, don Gilberto había recibido la ultima misiva de parte de Obregón pidiéndole que regresara para acompañarlo en su campaña. Pero, aun ante el cariño y admiración que le profesaba al General, al regresar a México con ese propósito, hubiera tenido que combatir una reforma constitucional de algo que había costado tantas vidas, el no a la reelección, y no había aceptado. Pero, ante esta trágica noticia, de inmediato regresaba a México. Por ordenes de Calles, don Gilberto se entrevistaba con el presidente títere en turno de Calles quien le hiciera varios ofrecimientos que don Gilberto No aceptaba.
Miembros de la hegemonía sonorense le sugerían al nuevo dictador, Calles, que designara a don Gilberto como el candidato a la presidencia en las elecciones que ya estaban en puerta. Platican quienes estaban presentes que Calles de inmediato la rechazaba argumentando que don Gilberto no se dejaría controlar y, además, era un puritano que tampoco permitiría continuaran las conductas revolucionarias ya asumidas y se practicarían durante los siguientes 70 años. Además, era alguien con quien el gobierno de EU no se entendería ante su obstinada pasión enfermiza por el reinado de la ley, y tampoco permitiría las “sugerencias” del vecino país.
Pero, ante la insistencia de sus paisanos sonorenses, aceptaba hablar con él puesto que el premio de la presidencia, tal vez lo haría olvidar sus posiciones tan extremas pues el premio era irresistible. Don Gilberto se traslada a Cuernavaca a donde lo había citado Calles. Luego de los forzados saludos y todavía más forzaba expresión de Calles condenando el asesinato de Obregón, incluyendo el: ”Yo se que a usted le afecta de forma especial pues su relación con el General era tan especial que fue su padrino de bodas, fue su Secretario de Gobernación y un amigo muy especial.”
“Sin embargo, nosotros debemos seguir trabajando para la consolidacion de nuestro movimiento, y eso incluye la transmisión del poder a los civiles pues los militares ya cumplimos. Y, como un paso hacia la pacificación del país, hemos formado un partido político que aglutine todos los diferentes sectores revolucionarios y postrevolucionarios. Y, muy importante, tenemos elecciones en puerta que esperamos sean pacificas representando las aspiraciones de todos”.
“Y, licenciado Valenzuela, en estos momentos hay ya una gran corriente de simpatía para su candidatura a la presidencia de la república, pues el trabajo a desarrollar es de una importancia histórica y pensamos que usted es el hombre ideal para esta tarea. ¿Qué le parece?” Pregunta Calles.
En aquellos momentos cualquier hombre hubiera estado dispuesto a entregar su alma al diablo como pago de tal premio, otros hubieran sentido que se les abrían las puertas del paraíso y de la historia. Los testigos no escondían su emoción ni su nerviosismo. Pero, don Gilberto, inmune, se acomoda en su silla y sin pensar mucho inicia su respuesta: “Pues, no me parece general y acuérdese del Plan de Agua Prieta,” inicia don Gilberto ante la cara de incredibilidad de los presentes. Y continúa: “No me parece porque lo que usted está formando no un partido político, es otra dictadura como la que, a través del Plan de Agua Prieta, que usted proclamara, combatimos y tantos mexicanos dieron su vida. Lo que yo veo es la formación de un club exclusivo que será controlado por un grupo pequeño, una dictadura con ropajes simulando democracia”.
“Lo siento mucho general, pero esto no es el panorama que describía el sueño de tanta gente. Le agradezco mucho que me trasmita esa corriente de simpatía que usted dice apoya mi candidatura, pero no acepto participar en un juego que es solo para mantener y acrecentar el poder. Porque yo nunca he vacilado en actuar en todas las condiciones de mi vida, de acuerdo exclusivamente con mi criterio, mis convicciones y mi conciencia, sin preocuparme de si al proceder de esa manera, voy hacia el triunfo o la derrota. Creo el hombre no está obligado a triunfar siempre, pero si está obligado a ser leal, ante todo y sobre todo, con su valores, sus ideales y su conciencia”.
Muchos años después, en la ciudad de México, me tocaba estar presente en su funeral a donde acudían infinidad de sus admiradores. Y, al estar bajando su ataúd a donde descansaría para siempre, don Ernesto Uruchurtu, otro sonorense admirable a quien don Gilberto había cobijado bajo sus alas, abraza a mi padre cuando le dice; “ahí va uno de los hombres más grandes de la revolución y, sin lugar a dudas, el más puro.”
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