Ricardo Valenzuela
Uno de los tres lectores que tengo, un poco extrañado me pregunta el motivo por el cual, alejado de los temas clásicos que siempre han sido mi etiqueta, economía, finanzas, política internacional, recientemente he “agarrado monte” escribiendo de lo que él nunca identificara como mi preferencia, la conducta humana. La respuesta es sencilla, ningún otro campo de estudio estaría completo sin considerar el ingrediente más importante de este potaje, el ser humano que provoca todos los sucesos
Y pienso en mucho a sido algo provocado por mi experiencia en los primeros años de mi vida. Años en los cuales acudieron a mi formación dos hombres muy especiales. Mi abuelo materno, Manuel P Torres, y mi padre. Dos hombres tan diferentes como la misma vida podría moldearlos. Mi padre, un sobrio intelectual educado en Europa portador de una disciplina espartana, de una integridad que parecía emanada de un convento de monjes, de un perfeccionismo y exigencia estilo militar, que lo aplicara a mi educación.
Y mi abuelo, un ganadero con solo educación primaria que, habiendo iniciado con prácticamente nada, que tuviera que enfrentar en combate a yaquis y apaches durante su vida y, a base de trabajo, genialidad y arrojo, hubiera construido una operación ganadera verdaderamente admirable y muchos otros negocios. Pero, siendo hombre tan realizado y potencial para ubicarlo como un gran ejemplo, le colgaban la etiqueta de latifundista con esa connotación negativa tan insensata en nuestro país.
Así mi vida durante el año escolar era en la ciudad, pero, también todas mis vacaciones—verano, semana santa, navidad—siempre en el rancho de mi abuelo, tuvo una formación similar a un choque de trenes entre dos fuerzas y estilos exageradamente diferentes que muchas veces me confundían. Era la severidad, la férrea diciplina, la moralidad exagerada de mi padre. Contra la gran libertad ranchera, la independencia, el espíritu indomable, gran amor de la tierra, por la historia y la vida del vaquero de mi abuelo, surgia una mezcla rara.
Una mezcla de dos ingredientes que, aún tan diferentes, coincidían en una gran serie de ideas y valores que provocaban siempre mi saludable inconformidad de todo lo que la vida me iba presentando. Y si a ese potaje le agregamos mi férrea educación católica que chocaba con las ideas de mis dos pilares originales, el potaje sería especial para que mi saludable inconformidad explotara con fuerza y consecuencias inexplicables en una sociedad de la época que me tocaría vivir.
Después de muchos años de sentir que en esta vida habia algo mas que descubrir, y habiendo buscado en los lugares donde nunca encontraba respuestas, finalmente en mi soledad se iniciaba el proceso del verdadero conocimiento. Lo primero que pude entender, es que el infierno con el que nos moldeaban no era el verdadero. El infierno que descubrí no era un castigo en el más allá, sino que era el que portamos en nuestro interior. Ese que me mostraba un espejo donde emergian las consecuencias de nuestras conductas, no era un castigo, sino advertencia.
No era aquel infierno superior del castigo. Ese infierno era terrenal consecuencia de nuestros actos y lo regábamos con nuestras lágrimas. No era el castigo que vendría después que se habia establecido con el esquema de premios y castigos superiores. Era el que vivimos sufriendo a base culpas, temores, de ansiedad por la esperanza celestial. Era un estado psicológico que nos atrapaba con nuestras depresiones y nos devoraba desde nuestro interior que debía obligarnos a reflexionar y encontrar esa chispa interior que adivinaba, nuestra comunión con Dios.
Que podía ser el inicio de la verdadera salvación pues, así como el fuego templa el acero, cada lágrima derramada nos debería de estar liberando. Y así como Sartre en su obra, A puerta Cerrada, nos afirmaba entre lágrimas surgen víctimas y verdugos, y esos verdugos son los demonios terrenales. El temido tormento está en este mundo y muchos de nosotros nos convertimos en sus demonios. Es el infierno interno que nos fabricaron para encarcelarnos. Y solo saldremos mirando con nuestros propios, no los ojos fijados del infierno exterior, el laberinto de la oscuridad que tiene atrapado al mundo.
Ese infierno personal debería ser el inicio de recuperación, el preludio de que algo bello nos espera. Un infierno que debería ser un aprendizaje, un símbolo poderoso de nuestras batallas internas. Y, cuando pensamos no hay salida, darnos cuenta este puede ser el camino hacia la victoria. El Limbo de Dante a donde llegan los tibios que no quieren combatir y se paralizan. Pero Dante también señalaba el Purgatorio, ese lugar donde hay esperanza, ese espacio de purificación con el dolor. Donde las heridas cicatrizan y avanzamos hacia la liberación abandonando esa horrible obscuridad.
Y hemos caído en ese infierno, porque nos han expropiado ese llamado interior y decidimos con miedo para alejarnos aun más de la chispa en nuestros instintos naturales, abandonamos nuestra sabia individualidad porque nos domesticarnos. Nos provocan esa fuerza bruta que es la ansiedad, y de esa forma nos han debilitado y, en lugar de crecer espiritualmente, nos han moldeado como piezas que debemos encajar en su rompecabezas. Nos han programado para que olvidemos nuestra naturaleza divina.
No hacemos lo que sentimos, sino lo que nos han ordenado a través de su programación. Somos esa manada de potros salvajes que nos han amarrado, ese león que le enseñaron a no rugir. Porque nos establecieron la “mala conciencia” para hacernos creer que nuestros instintos naturales son enemigos. Para tener pavor y nunca romper las reglas. Necesitamos permiso para vivir, para sentir, vergüenza por lo que afirmamos, represión de lo que es nuestra naturaleza, debemos “portarnos bien.”
Y lo han logrado a través de neutralizar nuestra energía natural con su nueva cultura, un nuevo concepto de moral, del progreso y, especialmente, de la libertad. Su nueva virtud ahora la encontramos en la pobreza, el sufrimiento, la sumisión, la ignorancia, la forma elegante de sacrificarnos. Nos programaron para sentir culpa por las ambiciones, por nuestros deseos naturales, de la búsqueda de placer. Nos han hecho creer somos mejores disfrazados con su realidad, nos hicieron obedientes, apagados. Elevaron la debilidad como el gran ideal. Nos han castrado para hacernos “más nobles, humanos y sensitivos.”
Y su apuesta verdaderamente ambiciosa, es saber que cuando nuestros instintos naturales no se usan, como las plantas sin agua, se secan y mueren.
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