Ricardo Valenzuela

Creo que la configuración de mis creencias, mis valores que le dieran vida a mis conductas, en cierta forma se pudiera afirmar ha sido similar a la de muchos hombres de la era en que me ha tocado vivir en un pais como Mexico, especialmente si fuimos educados en colegios católicos. En mi caso, desde la primaria hasta terminar la preparatoria, fue cortesía de esa educación católica que, solo unas décadas antes, fuera combatida por ese famoso gobierno emanado de una incoherente revolucion.
Una religión que, si me preguntaran cómo definirla con pocas palabras, de inmediato brotaría de mi boca, religión enemiga de la individualidad. Y curiosamente, esa individualidad también era enemiga del gobierno emanado de una revolucion que nacia con una Constitución marxista. Una constitución escrita por el grupo de soldados residentes en la embajada rusa liderados por Trotsky, cuyo exilio lo habia enviado a nuestro pais y, en una sociedad con el embajador americano, Wilson, surgiría como la receta para consolidar la mediocridad del pais.
Como era natural, desde que tengo uso de razón, individualidad ha sido el cimiento de mi vida que siempre chocara con los mensajes de la iglesia provocando mi rebeldía. Una rebeldía con clara dedicatoria especial a una religión que, a mi entender, no me impulsaba hacia una espiritualidad que se manifestaba como un espacio sin llenar. Así, yo rechazaba todos aquellos mandatos tan ilógicos como la bendición de la pobreza, el pecado original, el sufrimiento a cambio de un premio futuro.
Obviamente, ello provocaba mi alejamiento de esa iglesia que, para mí, era la reclamación de infinidad de pidiches que todo lo esperaban siguiendo sus reglas y mandamientos. Y, durante tantos años, mi interior se convertía en un campo de batalla en donde no surgia ganador y mi espacio permanecía vacío. Un campo de batalla que, ya en mi vida profesional, me enfrentaría con un espécimen repulsivo. La hipocresia de los prominentes católicos asistiendo a misa en la mañana, para, durante el resto del día, cometer pecados de injusticia, soberbia, abusos, sepulcros blanqueados.
Conocería después historias de la iglesia que claramente me dibujaban una mafia similar a las de Al Capone. Una iglesia en donde asesinarían a Juan Pablo I quien estaba a punto de exhibir los billonarios fraudes del Banco del vaticano. La iglesia de los Borgia que convertía el Vaticano en un burdel, la iglesia de los cardenales de san Galo, la iglesia del marxismo con su teología de la liberación promotora de las guerrillas en America Latina, y más me alejaba de ella y mi vacío se hacía más grande.
Hasta que, sucediera algo que me apuntara hacia una tenue luz. En una conversación con un “buen católico” quien, ante mi furia contra un cura insolente que, en la primera comunión de una de mis nietas, de forma cruel ofendiera a una de mis hijas por haber llevado sus hombros descubiertos, con urgencia lo tuvieron que rescatar cuando me disponía a darle una paliza. Este buen católico me dirigiera hacia los famosos evangelios gnósticos que habían permanecido perdidos durante 1,700 años. Me abría una puerta divina.
En mi primer encuentro con el Evangelio de la Verdad, me provocaría algo increíble. Conocería al verdadero Jesus de Nazaret en toda la dimensión de su individualidad, ese gran enemigo que la iglesia ha combatido desde el Concilio de Nicea el año 325 de la era cristiana. Ese evento que le diera vida a la gran burocracia de una iglesia que jamás avalaría Jesus. Todo lo contrario, el mensaje de Jesus era para la gente viviendo en ese olvido de su divinidad interior, bloqueado por la iglesia. Un despertar espiritual ante una posibilidad que todos tenemos.
Claramente Jesus afirmaba que el reino de los cielos está en nuestro interior, no en religiones, iglesias, monasterios, ni se requiere intermediarios. El sufrimiento de la gente lo provoca su ignorancia de que todos somos seres divinos, pero, esa divinidad ha estado dormida. La gente va a las iglesias como ciegos zombis llenando un requisito. Y es nuestra responsabilidad “individual” es buscar y encontrar esa divinidad interior. Usaba el ejemplo de un ciego y un vigente en medio de la oscuridad, pero, cuando encuentran la luz, solo el vidente la podrá disfrutar.
Jesus no aconsejaba formar sindicatos, grupos, nos enseñaba el camino y “cada uno de nosotros” lo debía encontrar utilizando esa divina individualidad interior. Él quería despertarnos de esa pesadilla provocada por los arcontes de la ignorancia, pero, no ordenaba ni amenazaba y mucho menos castigaba. Pero advertía que muchos no aceptarían despertar porque preferían sufrir en su ignorancia. Pues, para despertar, primero habría que sufrir antes de encontrar ese reino interior, era el precio de liberación.
Y para encontrar ese reino interior se requería infinidad de activos como corazón de héroe, valor indomable, temeridad, espíritu de pureza, coraje indomable para entender que, antes de llegar al manantial de agua pura, debemos atravesar un largo desierto calcinante sin sombra que nos cobije. Los mensajes de Jesus eran claros: “El que busca, no deje de buscar y encuentre, y cuando encuentre se turbará, y habiendo sido turbado entonces se maravillará, reinara sobre todos y hallará reposo.”
“Quienes llegan a conocerse a sí mismos lo hallarán y cuando lleguéis a conocer la verdad de vosotros mismos, sabréis que sois Hijos del Padre y su luz siempre viviente. Pero si no os conocéis a vosotros mismos, seréis empobrecidos y seréis la pobreza.”
Estos son ahora mis reglas y mis mandamientos, no los de un club, sindicato ni asociación.
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