Ricardo Valenzuela
A inicio de
la década de los años 80 del siglo pasado, residiendo en Guadalajara como director
general de Banpacifico, un banco que sería el corolario de una aventura casi increíble
fusionando cuatro instituciones. Cada día, al abandonar la cama, procedía a
prepararme un potente café de talega estilo vaquero de Sonora. Y salía ya armado al jardín de mi casa para
sumergirme en mi diaria meditación, que siempre iniciaba con un inventario de
mis bendiciones.
De inmediato listaba. Tengo solo 31 años y soy director general del banco, gano mucho dinero, tengo eso que tantos buscan, poder, tengo la mejor educación disponible tanto en Mexico como en EU, soy miembro de dos familias exitosas y muy prestigiadas, estoy seguro de que soy poseedor de una inteligencia especial, tengo buena salud y dicen gran personalidad. Soy alto y de buen porte, soy líder constructor Y, casi temeroso, alzaba mi vista al cielo y preguntaba. Dios mío ¿por qué me estas dando tanto?
Pero, sin esperar a Dios yo mismo me respondía. Ah, ya se, lo haces para compensarme el no haberme dado hijos hombres. Y eso era la manifestación de uno de los grandes problemas con el que ha cargado la humanidad. El pensar que las mujeres no tenían el potencial ni las herramientas para alcanzar lo que, erróneamente, yo consideraba solo propiedad de los hombres, la grandeza. Algo que me azotaría durante muchos años, la miope idea de la superioridad del hombre y el papel tradicional secundario que le asignábamos a la mujer.
Una carga que, solo en mi proceso para conocer la verdadera historia de la iglesia católica, encontraría la raíz de esta creencia que ahora considero fatal. La iglesia que había nacido en el siglo IV, después de Cristo, en el concilio de Nicea con el enfrentamiento de dos fuerzas muy diferentes. Allí surgían ganadores los que todavía la controlan, y los derrotados con etiqueta de herejes que, ante la furia de la debutante iglesia, los perseguirían hasta, supuestamente, borrarlos de la faz de la tierra.
Y una de las primeras decisiones sería calificar a Maria Magdalena como una prostituta arrepentida. Una mujer que, cargada de culpa, dedicaría su vida a llorar por su pasado, a la oración, al sacrificio, a la penitencia para lograr ese perdón. Con ello afirmarían la figura de la madre de Jesus, Maria, simplemente como el vehículo utilizado para el nacimiento del redentor. Era la consolidacion del mensaje con una sufrida madre ante la muerte de su hijo, incapaz de haberla evitado. En los siglos después del concilio de Nicea, se consolidaría esa imagen de la mujer con una serie de confirmaciones papales.
Sin embargo, 1700 años después, en una caverna de Egipto unos pastores encontrarían los escritos de aquellos rebeldes que habían sobrevivido. Eran los evangelios de Tomas. Felipe y, sobre todo, los de Maria Magdalena, que, ante el fallado esfuerzo de la iglesia para evitarlo, emergian para causar una verdadera explosión que ha cimbrado los pilares de la doctrina tradicional que han sido la base de la iglesia. Lo secretos que develan esos escritos son tantos y, sobre todo, de un poder nunca enfrentado por esa iglesia que, desde el siglo XI, había envejecido y ya mostraba grietas.
Pero, me voy a referir al que, tarde o temprano, estará provocando una situación difícil de ignorar porque es de una potencia que ni siquiera Lutero había logrado. Escritos que develan a una Maria Magdalena muy diferente a la mostrada durante siglos. No solo destruye la imagen de la prostituta arrepentida, sino que describe a una mujer miembro de los apóstoles de Jesus, pero, además, como la preferida por el salvador que causaba celos entre los otros apóstoles. Alguien de una profundidad espiritual que, al abordar el problema de la humanidad, no citaba el pecado, sino la ignorancia provocada por la iglesia que lo causa.
Esa ignorancia que mantiene a la gente llena de temor, cargada de culpa, sumisa a la iglesia como el único camino a la salvación, pues es la gran sucursal monopólica de Dios. La única portadora de esa sabiduria que nosotros no tenemos. Esos evangelios perdidos rescatan a la mujer del insultante lugar que la iglesia de Constantino le habia asignado y le colgara esa etiqueta a Maria Magdalena. Una prostituta, la pecadora redimida, ausente de la voluntad para cambiar, la clásica imagen de su debilidad y su inferioridad, frágil que solo el poder de Jesus podría rescatarla, siempre llorando, orando para lograr Jesus la acogiera
En oriente a Maria Magdalena se le describía como el alma mas cercana a Jesus. Una mujer sabia, fuerte, espiritual quien escribía sus propios evangelios y, años después, aparecería como una gran predicadora en aquella región que sería Italia. Una mujer que, cuando Jesus desapareciera, ella viviría en Francia a donde llegara con los hijos de Jesus, porque era su amada esposa. El autor del libro el Código Da Vinci, sufriría una ola de agresiones por la forma en que describiera a la verdadera Maria Magdalena, y ese papel de la mujer con el que, por razones desconocidas, se le habia condenado a una vergonzosa versión.
Es decir, la mitad de la población del mundo se le había condenado al vasallaje y a cadenas más pesadas que las que esclavizaban al hombre. Entonces, la pregunta debería ser ¿Cómo luciría el mundo actual si las mujeres hubieran tenido las mismas oportunidades que los hombres? Que no hubieran jugado solo el papel de polizontes en la nave de los hombres. Tal vez podríamos haber tenido la versión femenina de Alejandro Magno, de Sócrates, Platón, de Napoleón, de Marco Aurelio, Einstein. Nos sorprenderíamos al ver lo que habrían aportado que, ante el machismo de Constantino, solo se había medido por el soporte que le “debían” de dar al hombre. Si no hubieran existido aquellos papeles de sumisión, de oración, de lágrimas de frustración. Estoy seguro habríamos tenido muchas historias como las de Juana del Arco, Isabel la Católica, muchas Margaret Thatcher, muchas Marie Curie o Jan Austen.
Y aquella mujer tan especial, sabia, valiente y de gran arrojo, viviendo en el siglo IX, no hubiera tenido que vestirse de hombre para poder estudiar y ascender en la jerarquía de la Iglesia Católica y, engañando al consejo cardenalicio, llegara a ser su santidad Papisa Juana, la única mujer de la historia que ocupara trono de San Pedro.
Entendí mi gran regalo de Dios eran mis tres hijas
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