Ricardo Valenzuela
En solo unos meses estaré arribando al aniversario número 38 de mi sobriedad y, a pesar del consejo de algunos amigos de cuidar mi imagen para no ventilar esta debilidad, lo hago con un gran orgullo, puesto que, habiendo sido un verdadero calvario, fue un calvario totalmente alejado del sufrimiento de los años anteriores y, el concepto de imagen, debilidad o apariencia, para mí ahora tienen significado diferente en la configuración de mis nuevos valores. En todos estos años, incansablemente yo había buscado algo, no solo sin poder encontrarlo, sino sin saber que era ese algo.
Ese nebuloso algo tan bien descrito por Jack Palance en la cinta City Slickers, cuando, en el rancho donde trabajaba, ante las preguntas de unos citadinos aspirantes a vaqueros, les dice que todos perseguimos algo en la vida y, al no especificarlo claro, los novatos frustrados le preguntan ahora ¿qué es lo que buscamos? El viejo vaquero sonriendo responde, eso es algo que ustedes deberán encontrar. Así transité por todos esos caminos, bebí agua de todos esos manantiales, pero sin perder de vista mi objetivo a pesar de muchas frustraciones al no localizar ese algo, hasta que sentí haberlo encontrado.
Al tener frente a mí los evangelios gnósticos se iniciaba mi rescate. Con el evangelio de Tomás, pude entender los mensajes de Jesús de Nazaret cubiertos de lo que no había encontrado en otras fuentes, la lógica y potentes razones verdaderamente seductoras. En ellos he descubierto, no solo una guía moral para transitar por la vida, sino, también, las mejores lecciones de una filosofía explosiva. Además, con la misma potencia y sabiduría, encontré un curso de psicología práctica porque se acompaña de una profunda lógica en toda su divinidad. Así conocí a un Jesús matemático, científico y cuántico, provocando milagros reales, no de fe ciega.
Al descifrar estos mensajes, claramente me pude dar cuenta de la verdadera naturaleza humana, no solo en su infinito potencial para construir ese elusivo verdadero bien, al mismo tiempo atestiguar la maldad que el hombre ha podido avanzar durante la historia de la humanidad, que pareciera se acepta porque nada se puede hacer. Ese evento que, en cierta parte del camino, el hombre abandonara la bella ley natural, para construir un mundo falso sostenido con los valores como sometimiento, la injusticia y la ruta segura hacia la destrucción.
Y esas fuerzas del mal, vigentes desde principios de la humanidad, tomarían un camino especial que les redituaría en grande. Con toda la fuerza del imperio romano, liderada por Constantino, forjarían la religión del sometimiento, de las amenazas, de infinidad de pecados, del temor, de la culpa, de los infames seres pecadores naciendo ya condenados. Y ellos mismos ofrecerían la solución, una iglesia representante de dios, como la única fuente monopólica de lograr la salvación y el premio futuro del paraíso.
Esa iglesia tomaba el cristianismo más de 300 años después de la ausencia de Jesús para moldearlo a favor del imperio. Sin embargo, la mitad de esos cristianos no estuvieron de acuerdo con esas reglas tan seculares y se rebelaron. La mayoría fueron asesinados, otros perseguidos, sus escritos destruidos por una sola razón. Ellos predicaban la divinidad interior del ser humano que no necesitaba mandamientos, ni iglesias, ni intermediarios para iluminación. Entre los pocos que escaparon la furia del imperio, serían estos gnósticos autores de los evangelios que estaban ante mí. Difíciles de interpretar como lo dispuso Jesús.
El principal autor de estos evangelios, Tomás, habría dicho: “Quien encuentre la interpretación de estos escritos, nunca encontrará la muerte. Tendrá vida eterna.”
“Conoce lo que está enfrente de tu rostro y lo que se esconde de ti, porque cuando lo encuentres, se te revelará esa realidad divina escondida. Porque no hay nada escondido que no será revelado, y no hay nada enterrado que no será desenterrado.” Nuestra divinidad escondida.
En ellos Jesús nunca afirmaría ser dios, él siempre insistía en la divinidad interior del ser humano y afirmaba: “Cuando se conozcan ustedes mismos, sabrán que son hijo de mi padre y se darán cuenta de sus poderes infinitos.” Era claro que no vino al mundo para que encontráramos a Dios, él venía para recordarnos todos tenemos la esencia de Dios. Y con palabras insistía: “El que busque que siga buscando y así reinará en el universo.” Eran palabras únicas para elevar la conciencia. Sus palabras vibraban en la misma frecuencia del universo que tanto citaban Einstein y Tesla.
Pero su mensaje más poderoso sería: “No busquen el reino celestial en el exterior. El reino celestial está dentro de vosotros y, mirando bien, fuera de vosotros.” En el interior estaba la divinidad celestial, y en el exterior la inteligencia divina. Y lo repetiría utilizando sus ejemplos tan especiales. Y diría: “Cuando saquéis lo que hay dentro de vosotros, esto que tenéis os salvará. Si no tenéis eso dentro de vosotros, esto que no tenéis dentro de vosotros os matará.” Hablaba del hombre iluminado y el de las tinieblas.
Cuando sus apóstoles le preguntaban cómo podrían hacer cosas tan difíciles, respondía. “No vacilará un anciano a su edad en preguntar a un niño de siete días por el lugar de la vida, y vivirá; pues muchos primeros vendrán a ser últimos y terminarán siendo uno solo.” Hablaba de la pureza de los niños que no estaban contaminados, así los inocentes, como los niños, entenderían bien los mensajes y actuarían.
Y de nuevo acudía afirmando nuestra ceguera: “Reconoce lo que está frente a ti y ha estado siempre, porque eres la divina conciencia presente, pues tú eres esencia de Dios que siempre te está mirando a través de tus ojos.” No pedía que rezaran, ni que fueran algún templo, pedía que abandonaran su ceguera para ver la verdad que les estaban ocultando.
“El Reino se asemeja a un pescador sabio que echó su red al mar. La sacó llena de peces. Entre ellos descubrió ese pez tan grande y bueno. Aquel pescador sabio volvió a arrojar todos los peces al mar, escogió sin vacilar el pez grande. Quien tiene oídos para oír, ¡que oiga!” Hablaba de quienes concentran todo su esfuerzo en pequeñeces, de los que ven el árbol no la profundidad del bosque.
Y apenas iniciaba mi viaje.
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