Ricardo Valenzuela
Ahora en su
jornada Zaratustra se encontraba con los predicadores de la muerte. Los que
desprecian la vida y abrazan la muerte. La estrategia para vender el valle de lágrimas
con el atractivo de la muerte como la vida eterna. Se daba cuenta eran los
mismos que, sin darle su significado real, describían la función del
sufrimiento, no de purificación, ni para quemar lo inútil y lo impuro, sino ese
precio obligatorio. Falsos profetas que nunca han permitido considerar que el
dolor solo vale cuando hay arrepentimiento, o iluminación para fijar otros
valores, no los que les han dictado como precio de una nebulosa recompensa.
Por eso Nietzsche afirmaba. “Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. Sin embargo, su sombra aún acecha. ¿Cómo nos consolaremos siendo asesinos? Lo más sagrado y poderoso que el mundo habría poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos; ¿quién nos limpiará esta sangre? ¿Con que agua podremos ahora purificarnos?” Es decir, Dios no había sido el malo y por eso decidieran matarlo, no, habían matado su mensaje con la inmoralidad de sus reglas falsas.
Zaratustra veía la creación del estado para las masas que necesitan un pastor para mantenerlos cerca. Se establecerían como valores la debilidad, la ineptitud, la resignación, la sumisión, el perdón sin compensación. Una falsa sabiduria para, ante algo que te dictaran nunca podrías cambiar, aceptarlo para seguir sufriendo. Una apatía disfrazada de esa bella tranquilidad con tintes de cobardía. Zaratustra en total desacuerdo aconsejaba vivir apasionadamente. Abrazar la vida aun con sus tormentas y atacarlas de frente. Transformarse en el presente.
Veía cómo habían desaparecido los fieros soldados romanos invencibles, para convertirse en monjes viviendo en sus monasterios en silencio. Los que permanecían en las falanges tan temidas, habían perdido la voluntad para combatir y ganar. Sus filósofos se habían sumado a las huestes del emperador. El espíritu libre, el gran orgullo imperial de los ciudadanos de Roma, también desaparecía y se convertían en la salvaje plebe urbana que los Atenienses bautizaron como “achlos” y los romanos los llamaban la “Turba”. Esos movimientos que crecían siempre apoyados por los llamados demagogis radicales.
Se sumaban a movimientos urbanos como violentas bandas que exigían la redistribución de la propiedad y del ingreso, democracia radical, impuestos pretorianos a la riqueza, la cancelación de deudas, vastos incrementos en ayuda pública, empleo cívico para todos. Intelectuales urbanos, aristócratas, y elites desde el patricio romano agitador Clodius Pulcher, hasta el jacobino Robespierre quien, dirigido por el Illuminati de Bavaria, activaba la revolución francesa y los disturbios europeos de 1848 que reflejaban las mismas inquietudes destructivas.
En su tiempo Nietzsche había alabado la rebelión de los pequeños propietarios y las clases medias contra el poder opresivo del gobierno, contra impuestos abusivos, el globalismo rechazando del imperialismo, las guerras foráneas, y elegían la libertad en lugar de la igualdad por mandato. Una gran diferencia entre la revolución americana y la francesa, Jefferson y Obama, entre los hermanos Gracchi durante el siglo II AC, en lugar del pan y circo de Juvenal en tiempos de los romanos. Es decir, el populismo depredador contra el populismo creador, rebelde, el de la libertad.
Zaratustra seguía su camino para darse cuenta la gente tenía un nuevo ídolo que le ahorraba muchas tareas, el Estado. Ese nebuloso ser ahora supremo para dominar las masas invadiendo todos sus espacios ante su pasividad. Así, las gentes pasaban a ser piezas de la gran maquinaria estatal. Él se dirigía a la sociedad para decirles el estado no era necesario, pues, se estaba estableciendo para suplantar las obligaciones personales de las sociedades y apretar todavía más las cadenas de su esclavitud.
Pero, para realmente definir la maldad del Estado, yo le aconsejaría a Zaratustra acudir al viejo testamento. Ese pasaje que relata cómo la gente de Israel vivián sin rey o ninguna forma de autoridad coercitiva, se gobernaban ellos mismos en libertad. Pero, irían ante Samuel con una solicitud. “Consíguenos un rey para que nos proteja y nos juzgue como lo hacen en muchas otras naciones.” Pero, cuando Samuel acudiera a Dios con esa solicitud, Dios le respondería.
“Esta será la forma en que el rey gobernará sobre ustedes. Tomará sus hijos para sus carruajes. Y luego tomará a sus hijas como sirvientas y cocineras. Tomará sus campos, sus huertas de olivos, para entregarlos a sus parientes y amigos. Tomará también una buena parte de sus cosechas, de sus viñedos, de sus ovejas. Y luego convertirá a todos en sus sirvientes. Entonces, todos llorarán por acciones malévolas de ese rey ahora solicitando su retiro, pero, en esos momentos, Dios ya no los escuchará.”
Las gentes de Israel con su horrible solicitud le daban vida a la monarquía, también serviría como esa constante advertencia de que los Estados, jamás habrían nacido de alguna inspiración divina. La advertencia de Dios contra la maldad de los Estados no solo sería para la gente de Israel, sino para todo el mundo. Era la misma que Thomas Paine citaría en su obra Sentido Común, señalando a los americanos que, los escasos buenos reyes en los últimos 3,000 años, desde la era de Salomón, nunca podrían borrar el pecaminoso origen y resultado de la monarquía.
Así, armado con la sabiduria que encontrara en la soledad de las montañas y, sobre todo, ante el panorama de una sociedad tan extraviada, Zaratustra continuaría afirmando que la solución de los graves problemas de la humanidad no estaba en los campos de batalla donde se habían perdido tantas vidas. La lucha debería librarse en el interior de los seres humanos. Ese combate personal y lograr el despertar del hombre para ascendiera a niveles superiores de conciencia.
Esa conciencia que lograra finalizar el proceso original de la bestia, para que surgiera ese hombre ya consciente por la sabiduria adquirida, y finalmente emergiera ese superhombre que representa libertad, abrazar el riesgo de lo nuevo, transformar el caos en danza, la incertidumbre en arte. Este ideal, lejos de ser una utopía imposible, era una provocación: Nietzsche, en la figura de Zaratustra, ofrecía un manual para alcanzarlo, un espejo en el que cada individuo debe enfrentarse a su propia mediocridad o grandeza. Y, como Zaratustra quien, en su amada soledad la descubriera, todos la podrían encontrar. Ese reino interior señalado por Jesus de Nazaret.
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