Ricardo Valenzuela
Ahora en su
jornada Zaratustra se encontraba con los predicadores de la muerte. Los que
desprecian la vida y abrazan la muerte. La estrategia para vender el valle de lágrimas
con el atractivo de la muerte como la vida eterna. Se daba cuenta eran los
mismos que, sin darle su significado real, describían la función del
sufrimiento, no de purificación, ni para quemar lo inútil y lo impuro, sino ese
precio obligatorio. Falsos profetas que nunca han permitido considerar que el
dolor solo vale cuando hay arrepentimiento, o iluminación para fijar otros
valores, no los que les han dictado como precio de una nebulosa recompensa.
Por eso Nietzsche afirmaba. “Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. Sin embargo, su sombra aún acecha. ¿Cómo nos consolaremos siendo asesinos? Lo más sagrado y poderoso que el mundo habría poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos; ¿quién nos limpiará esta sangre? ¿Con que agua podremos ahora purificarnos?” Es decir, Dios no había sido el malo y por eso decidieran matarlo, no, habían matado su mensaje con la inmoralidad de sus reglas falsas.


