Durante los
últimos diez años he tenido que vivir una serie de eventos que de alguna forma me
hubieran ubicado en medio de algo que, especialmente en Mexico, fuéramos una odiada
minoría que habíamos cometido el gran pecado de simpatizar con las ideas y las
acciones de un hombre llamado Donald Trump. Un hombre que no precisamente había
sido producto del corte tradicional de los políticos profesionales. Porque no
era político y nunca había ocupado alguna responsabilidad en la administración pública,
lo que lo hacía más interesante.
Trump era un exitoso emprendedor que, con sus obras, mostraba de lo que era capaz en un mundo donde las calificaciones de los mercados no deberían dejar duda, y las que mostraba eran muy impresionantes. Era un hombre directo, agresivo, rudo, lo que aquellos que lo conocen bien lo describían como un billonario que se ensuciaba las manos en sus obras. Alguien con un estilo muy lejano de lo que algún manual podría describir como el ideal de un fino caballero, esos que siempre platican la historia de sus antepasados con raíces a la más rancia realeza europea. Mas bien se le podía identificar con los rudos habitantes rurales en las montañas Apalaches.