Ricardo Valenzuela
Durante toda mi vida he experimentado algo que, con su repetición en tantas diferentes etapas , llegué a considerar una rara costumbre que debía aceptar con etiqueta de normal. Cuando el año que estuviera viviendo se aproximaba a su final, en cada era de mi vida me provocaba diferentes estados de ánimo, pero todos muy potentes. Al principio de mi niñes, la euforia de una navidad que ya se aproximaba y con ella Santa Clos. Al inicio de la adolescencia otra euforia que era provocada por un motivo diferente, el que esas navidades siempre las pasaba con mi abuelo en aquel rancho que era mi vida, memorias que guardo en lo profundo de mi corazón.
Ya como estudiante en el Tec Monterrey, esa nueva euforia de regresar a Hermosillo y pasar la navidad con mi familia, pero, acudía otro elemento en la fotografía, mi cumpleaños un día antes de la navidad, que se habia convertido en una clásica celebración con mis amigos iniciando en casa de mis padres, para luego continuarla en alguna de las fiestas navideñas tradicionales y, sobre todo, un año menos ante mi esperada carrera hacia la mayoría de edad. Pero, ya de adulto, la euforia cada vez sería menos pues ya pastaba en potreros diferentes donde aparecía la responsabilidad, el trabajo productivo cincelando mi carrera y mi vida.
Pero, sin darme cuenta, de repente se convertía en la felicidad de mis hijas pequeñas que la esperaban con esa misma euforia. Sin embargo, mi cumpleaños ya no era motivo de euforia pues, por razones desconocidas, en lugar de celebrar un año más, se había convertido en una rara reflexión identificándolo como un año menos. Un año menos para el cumplimiento de mis planes en los que, la vida ya me había entregado triunfos que me parecían increíbles, tanto que ahora me preocupaban fueran demasiado hermosos para ser ciertos. Era tal esa situación que, alejado de algún tipo de espiritualidad, sin darme cuenta yo construía algo terrible, mi propio saboteo del proceso.
Y al conjugare con factores negativos fuera de mi control, al atestiguarlos y vivirlos, inconscientemente los aceptaba como las primeras señales de la realidad que tanto me amenazara y, de forma increíble, la esperaba. Fue cuando, convencido de un futuro diferente, yo mismo me convertía en el ejecutor del inicio de esa ruta hacia la destrucción y, lo increíble, casi escogiendo a mis verdugos. Y durante los siguientes años, transitaría otros senderos que, lejos de destruirme, según mi nueva apreciación, la vida me seguía premiando de la misma forma ante mi sorpresa siendo que esa destrucción no llegaba. Solo en medio del dolor ya en puerta, pude entender la cruz que me habían fabricado y finalmente hacerla a un lado.
Así, de forma igualmente inconsciente, mis conductas seguían abonando a mi oculta sentencia destructiva. Y cuando el hombre asume esa destructiva actitud, se convierte en una presa fácil para caracteres realmente diabólicos que, como los lobos ante una pieza indefensa, proceden a descuartizarla sin la mínima humanidad hasta dejar casi los despojos que ya no pueden consumir. Y, esos ataques de lobos hambrientos se iniciaban en ese periodo del año apuntando hacia la navidad, mi cumpleaños y otro año feneciendo. Y, lo más increíble, casi aceptándolo como mi sentencia cumplida.
Una etapa de mi vida de gran sufrimiento, de pérdidas materiales y, sobre todo, del enfrentamiento de una realidad en la que ciertas gentes que consideraba tan especiales me mostraran los peores instintos criminales superando los de esos lobos hambrientos, con acciones para mis desconocidas. Uno tratando de destruirme con toda la fuerza de su gran poder, que era muy grande, y toda su intención. Otro que, no solo me traicionaba, de forma fraudulenta me robaba parte de mi fortuna siempre consciente de lo que estaba haciendo sin consideración. Y otros dos que no vale la pena ni citarlos, aunque igualmente destructivos.
Pero, sí es importante señalar que con todos ellos me ligaba algo que pareciera increíble, la sangre. Esa sangre especial de una familia con una historia ejemplar iniciada por nuestros antepasados llegando de España a las áridas tierras de mi querido estado de Sonora. Y desde que el capitán Lucas de Valenzuela llegara la región serrana del Valle de Tacupeto al inicio del siglo 17, se habia iniciado el proceso que distinguiera esa sangre, la sangre de mi familia, como miembros que tanto hubieran aportado para que se considerara su grandeza, su integridad, su moralidad y un ejemplo admirable de éxito para muchos.
Frente a un espacio que se presentaba como la destrucción que yo, inconscientemente, había esperado y me agredía. Y en un momento de gran confusión y desesperación, algún tipo de luz me iluminaba causando una reacción diferente y, en lugar de permitir mi vida tomara el camino final hacia su destrucción, sin tener claro qué lo promovía, iniciaría el camino doloroso de la corrección armado con algo nunca utilizado, la humildad para asumir esa diferente responsabilidad e identificando la raíz. Y, en lugar de permitir me invadieran peores sentimientos como venganza, decidí buscar soluciones con ese doloroso camino hacia mi interior que tanto temor me provocaba.
Con mi espiritualidad nunca bien desarrollada puesto que, las historias de la iglesia me parecían fantasías, el acudir a dios me parecía perder tiempo pues mis creencias no existían. Sobre todo, porque tres de mis verdugos eran esos clásicos sepulcros blanqueados que, con su hipocresía, habían logrado me alejara más de soluciones que ellos mismos me demostraban eran falsas y ellos solo las utilizaban para sus asaltos. Y habiendo ellos asumido la representación de lo que me alejaba con su nueva fórmula de hipocresía y falsedad, se me cerraban todos los caminos, pero no me detendría ni me rendiría, debía encontrar nuevas avenidas frente al dolor.
Y después de recorrer rutas interminables sin destino y llevar a cabo una larga meditación, decidí acudir a la filosofía como último remedio. Pero, con mi estilo rebelde y agresivo, acudiría a los filósofos más odiados por la iglesia de mis verdugos. Inicié conociendo a Sócrates, Platon, Aristóteles, Marco Aurelio, Diógenes e inclusive sus antecesores presocráticos. Con los primeros aprendería la filosofía estoica que, siendo muy hermosa e inspiradora, no se conjugaba conmigo como me lo demostrara Nietzsche, cuando, después de conocerlo, la calificara como una filosofía cobarde y de sumisión disfrazada de grandeza.
Pero finalmente mi ruta me llevaría a Spinoza a quien específicamente buscara, porque era el más odiado y combatido, no solo por la iglesia católica, también por la religión judía puesto que ambas lo habían excomulgado al invadir el campo de la religión, y la amenaza que representaba para su monopólico control. Una de las figuras más interesantes, polémicas incomprendidas en la historia de la humanidad. Una mente que en su era revolucionó, escandalizó y odiarían muchos segmentos de las sociedades de su época. Para algunos, cuando han tratado su lectura la abandonan por considerarlas confusas. Sin embargo, para los pocos que han logrado penetrar su mente, no solo en sus escritos, sino también en la experiencia de quienes han hecho grandes aportaciones, las han podido asimilar y aprovechar.
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