Durante el
siglo 18 el mundo ya navegaba el buque de la revolucion industrial que
cambiaría su fisonomía. Los liberales de esa era rebozaban de confianza
identificando la gran perfectibilidad del hombre. Pensaban que todos los
hombres habían sido igualmente dotados con esa facultad de entender el
significado de complicadas inferencias. Por lo tanto, fácilmente entenderían las
enseñanzas de la economía y la filosofía social; se darían cuenta de que
solamente en el océano de la economía libre podrían correctamente entender que los
intereses de todos los individuos y sus grupos podrían estar en completa
armonía. La humanidad estaba en una era de interminable prosperidad y paz
eterna, porque, a partir de
ese punto, la razón sería ahora suprema sobre la fe ciega.
El optimismo se basaba al asumir que toda la gente, de todas las razas, de todas las naciones, estaban suficientemente interesadas para llegar a comprender los intrincados asuntos de la cooperación social. Los viejos liberales jamás dudaron lo que asumían. Ellos estaban seguros de que nada podría detener el progreso de esa iluminación y la difusión de ese saludable pensamiento.